Seguro que si miras el reloj, la hora coincide con la que es realmente hoy, día en el que estrenamos horario de invierno. Qué bonita aquella época en la que tal día como este se sucedían los despistes por no haber atrasado las manecillas a tiempo. A veces para evitarlo uno se iba a la cama con el trabajo hecho. Otras, se dejaba para la mañana y llevarse así una grata sorpresa del poco esfuerzo que suponía madrugar un domingo.
Sea como fuere, esas anécdotas forman parte del pasado hasta que llegas al coche que compraste de segunda mano y toca viajar al pasado. Y claro, cuesta mucho. Porque nos hemos acostumbrados a los cambios automáticos. A que la vida evolucione y se transforme sin que uno tenga que hacer nada. Simplemente sucede. Ahora vivimos un poco aliviados con las llamadas ilimitadas, el acceso a wifi gratis, a entrar en los sitios sin abrir una puerta ni girando el torno. Abrimos el maletero sin tocar el coche y encendemos el motor sin meter la llave en el contacto. Llegamos incluso hasta a hablar con personas sin mirarlas a los ojos; es más, no tenemos ni idea de cuál es su color de ojos.
El cambio automático de la hora que hace el móvil y otros dispositivos inteligentes no es más que otra cadena más que nos grita a base de beep-beep que la vida sin tecnología es un fastidio. Hay que admitir que nos hemos acostumbrado a una vida aparentemente más fácil e intuitiva en la que ya no necesitamos no solo reloj analógico. Realmente cada vez necesitamos menos de lo de antes.
Si seguimos con el símil del reloj, ¿para qué llevar uno de manecillas si se puede tener un dispositivo multifunción que da la hora, muestra las notificaciones de las redes sociales y el correo, permite llamar, pagar y hasta avisa cuando uno se está muriendo porque lleva incorporado un medidor del flujo sanguíneo?
Es cierto que es facilitador pero al mismo tiempo es alimentar de forma constante el sistema de recompensa. La interrupción continúa. La obsesión por mantener un buen estado de salud. Y admitámoslo, creerse Michael Knight por un momento cuando olvidas conectar los auriculares al teléfono y respondes la llamada de tu jefe o de tu mujer. Que cualquiera no contesta y terminas hablándole a tu muñeca como quien avisa a KITT (el coche fantástico) para que nos venga a buscar.
La cosa es que el reloj inteligente, que bien podría llamarse «questrés», es nuestra sociedad hiperconectada sin silencios para pensar, y sin engranajes entendidos como personas destinadas a entenderse de por vida para marcar el tiempo que pase, la vida.
Estos aparatos, como tantos otros que nos rodean, nos unen mientras nos separan porque en esta dispersión de la mente cuando miramos el reloj ya hemos dejado de ver el tiempo. Ese que se va y no vuelve. Ese al que estamos obligados a entregarnos para paladear y valorar la vida que hemos elegido tener. Me pregunto ahora como sería el bolero El Reloj de Luis Miguel en el que ya no se escucharía el tic tac que nos recuerda que el tiempo cuando se va, ya no regresa.